Una historia de primavera




Hace mucho tiempo atrás, reinaba en la tierra la eterna primavera. La hierba siempre era verde y espesa y las flores nunca marchitaban. No existía el invierno, ni la tierra yerma, ni el hambre. La artífice de tanta maravilla era Démeter (1), la cuarta esposa de Zeus (3). De este matrimonio nació Core, luego llamada Perséfone (2). Se trataba de una hermosa joven adorada por su madre que solía acercarse a un campo repleto de flores a jugar. 

Un día, pasó por allí el terrible Hades (4) con su temible carro tirado por caballos. Se encandiló con Perséfone y la raptó para llevarla a las profundidades de la tierra, donde vivía. Deméter, al no encontrar a su hija y con una antorcha en cada mano, emprendió una peregrinación de nueve días y nueve noches. 

Al décimo día el Sol, que todo lo ve, se atrevió a confesarle quién se había llevado a su hija. Irritada por la ofensa, Démeter decidió abandonar sus funciones y el Olimpo. Vivió y viajó por la tierra. Ésta se quedó desolada y sin ningún fruto ya que, privada de su mano fecunda, se seca y las plantas no crecen. Ante este desastre Zeus se vio obligado a intervenir pero no pudo devolverle la hija a su madre. Ocurrió que Perséfone ya había probado el fruto de los infiernos: la granada y por eso le era imposible abandonar las profundidades y regresar al mundo de los vivos. Sin embargo, pudo llegar a un acuerdo: una parte del año Perséfone lo pasaría con su esposo y, la otra parte, con su madre.

Así, cuando Perséfone regresa con su madre, Démeter muestra su alegría reverdeciendo la tierra, con flores y frutos. Por el contrario, cuando la joven desciende al subterráneo, el descontento de su madre se demuestra en la tristeza del otoño y el invierno. Así se renueva anualmente el ciclo de las estaciones y así explicaban los griegos la sucesión del otoño y el invierno, que son tristes y oscuros como el corazón de Deméter cuando está separada de su hija. La alegría y la serenidad retornan cuando vuelve con ella, es decir, cuando comienza la primavera.




Referencias: Los dioses y sus símbolos

(1) Deméter: Diosa de la fecundidad de los campos, la Madre Tierra, diosa del trigo, que proporciona el pan. En la mitología latina es Ceres, que está representada como una digna matrona que porta dos antorchas, símbolo de nacimiento y de luz.

(2) Perséfone: Representa a la primavera. Para los romanos era Proserpina.

(3) Zeus: Padre de los dioses, dueño y señor del cielo.

(4) Hades: Dios de los infiernos que rige en el Tártaro o Mundo de los Muertos.



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Los poetas cantan a la Primavera









El 21 de setiembre, Día de la Primavera, simboliza la renovación de la naturaleza y la creatividad del espíritu humano. Curiosamente, la celebración del Día de la Juventud coincide con la llegada de esta estación donde los rayos de sol empiezan a desplazar la bruma característica del invierno. 


Primavera, juventud, perfumes, colores... vida!!! Celebremos la llegada de esta hermosa estación recordando estos bellos poemas.






La Primavera besaba  (Antonio Machado )



La primavera besaba 
suavemente la arboleda, 
y el verde nuevo brotaba 
como una verde humareda. 


Las nubes iban pasando 
sobre el campo juvenil... 
Yo vi en las hojas temblando 
las frescas lluvias de abril. 


Bajo ese almendro florido, 
todo cargado de flor 
-recorde-, yo he maldecido 
mi juventud sin amor. 


Hoy, en mitad de la vida, 
me he parado a meditar... 
!Juventud nunca vivida 
quién te volviera a soñar! 









Doña Primavera (Gabriela Mistral)


Doña Primavera 
viste que es primor, 
de blanco, tal como 
limonero en flor. 


Lleva por sandalias 
una anchas hojas 
y por caravanas 
unas fucsias rojas. 


¡Salid a encontrarla 
por esos caminos! 
¡Va loca de soles 
y loca de trinos! 


Doña Primavera, 
de aliento fecundo, 
se ríe de todas 
las penas del mundo... 


No cree al que le hable 
de las vidas ruines. 
¿Cómo va a entenderlas 
entre los jazmines? 


¿Cómo va a entenderlas 
junto a las fuentes 
de espejos dorados 
y cantos ardientes? 


De la tierra enferma 
en las hondas grietas, 
enciende rosales 
de rojas piruetas. 


Pone sus encajes, 
prende sus verduras, 
en la piedra triste 
de las sepulturas... 


Doña Primavera 
de manos gloriosas, 
haz que por la vida 
derramemos rosas: 


Rosas de alegría, 
rosas de perdón, 
rosas de cariño 
y de abnegación. 








El dulce milagro (Juana de Ibarbourou)

¿Qué es esto? ¡Prodigio! Mis manos florecen.
Rosas, rosas, rosas a mis dedos crecen.
Mi amante besóme las manos, y en ellas,
¡Oh gracia! brotaron rosas como estrellas.

Y voy por la senda voceando el encanto
y de dicha alterno sonrisa con llanto,
y bajo el milagro de mi encantamiento
se aroman de rosas las alas del viento.

Y murmura al verme la gente que pasa:
-¿No veis que está loca? Tornadla a su casa.
¡Dice que en las manos le han nacido rosas
y las va agitando como mariposas!

¡Ah, pobre la gente que nunca comprende
un milagro de éstos y que sólo entiende,
que no nacen rosas más que en los rosales!
¡Y que no hay más trigo que el de los trigales!

Que requiere líneas y color y forma
y que sólo admite realidad por norma.
Que cuando uno dice: -voy con la dulzura,
de inmediato buscan a la criatura.

Que me digan loca, que en celda me encierren,
que con siete llaves la puerta me cierren,
que junto a la puerta pongan un lebrel,
carcelero rudo, carcelero fiel.

Cantaré lo mismo: -Mis manos florecen.
Rosas, rosas, rosas a mis dedos crecen.
¡Y toda mi celda tendrá la fragancia,
de un inmenso ramo de rosas de Francia! 







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Con otras palabras...




Había un hombre sentado en la esquina de una calle, con una gorra a sus pies y un pedazo de madera que, escrito con tiza blanca, decía: 

“Por favor, ayúdame, soy ciego”. 

Un creativo de publicidad que iba de camino al trabajo se detuvo frente a él, leyó el letrero y se quedó pensativo. El ejecutivo observó que sólo había unas cuantas monedas en la gorra. Sin pedirle permiso, tomó el cartel, lo dio la vuelta, tomó una tiza y escribió otra frase en la parte de detrás. A continuación volvió a poner el pedazo de madera sobre los pies del ciego, y se marchó sin decir una palabra. 

Por la tarde, el creativo volvió a pasar frente al ciego que pedía limosna. Su gorra estaba llena de billetes y monedas. El ciego reconoció sus pasos y le preguntó si había sido él quien había tomado su cartel y había garabateado en él. 

“¿Qué es lo que usted ha escrito o pintado en mi tabla?”, le preguntó con curiosidad el invidente. 

El publicista le contestó: 

“Nada que no sea tan cierto como tu anuncio, aunque está expresado con otras palabras”. 

El publicista sonrió y continuó su camino. El ciego nunca lo supo, pero su nuevo cartel rezaba: 

“Hoy es primavera, y no puedo verla”. 




La moraleja de esta historia nos dice: hay que cambiar de estrategia cuando no nos sale algo bien. Da una vuelta a tu pensamiento y obtendrás un resultado mejor.


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Bienaventuranzas del maestro




Bienaventurado el maestro que, aún a riesgo de no ser entendido, 
insiste en su tarea: el tiempo dará su fruto. 

Bienaventurado el maestro que, aún sabiendo,
pone su sabiduría en las manos de Dios:
llegará al fondo de muchas cuestiones.

Bienaventurado el maestro que entiende su trabajo
como una vocación:
será una fuente inagotable.

Bienaventurado el maestro que, además de promover la cultura,
llena de valores las mentes de sus alumnos:
será forjador de la futura sociedad.

Bienaventurado el maestro que confía en las posibilidades
de sus alumnos:
se realizará vaciándose en ellos.

Bienaventurado el maestro que se actualiza y no se queda desfasado:
comprobará que las materias son las mismas
pero, las formas, es bueno ajustarlas.

Bienaventurado el maestro que comparte lo bueno y lo malo
con sus compañeros:
no se sentirá sólo en la difícil tarea de educar.

Bienaventurado el maestro que, más allá de sus calificaciones,
mira a sus alumnos con una sonrisa y comprensión:
la empatía será una consecuencia.

Bienaventurado el maestro que disfruta dando lo que tiene:
será rico por lo que supo dar y cómo lo dió.

Bienaventurado el maestro que vive y disfruta sembrando:
otros recogerán lo que él sembró.

Bienaventurado el maestro que se vacía de sí mismo 
para llenar el alma, la mente y el corazón de sus alumnos:
su esencia permanecerá en las futuras generaciones.


¡FELIZ DÍA A TODOS LOS MAESTROS!





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La mejor maestra...




El primer día de clase, la señorita Ángela, maestra del último curso de Infantil, les dijo a todos sus alumnos que a todos quería por igual. Pero eso no era del todo cierto, ya que en la primera fila se encontraba, hundido en su pupitre, Juan García, a quien la profesora Ángela conocía desde el año anterior y había observado que era un niño que no jugaba bien con los otros niños, que sus ropas estaban desaliñadas y que necesitaba constantemente de un buen aseado.

Con el paso del tiempo, la relación entre la profesora y Juan se volvió desagradable, hasta el punto que ésta comenzó a sentir una preocupante antipatía por este alumno.

Un día, la dirección de la escuela le pidió a la señorita Ángela revisar los expedientes anteriores de cada niño de su clase para así comprobar su evolución. Ella puso el expediente de Juan el último, dudando incluso de leerlo. Sin embargo, cuando llegó a su archivo se llevó una gran sorpresa.

La maestra de segundo año escribía: Juan es un niño brillante con una sonrisa espontánea y sincera. Realiza sus desempeños con esmero y tiene buenos modales; es un deleite tenerlo cerca.

Su maestra de tercer año escribió: Juan es un excelente alumno, apreciado y querido por sus compañeros, pero tiene problemas en casa debido a la tensa relación de pareja que mantienen sus padres.

La maestra de cuarto año escribió: los constantes problemas en casa de Juan han provocado la separación de sus padres; su madre se ha refugiado en la bebida, y su padre apenas va a visitarle. Estas circunstancias están provocando un serio deterioro en su desempeño escolar, ya que no asiste a clase con la asiduidad y puntualidad característica, y cuando lo hace, provoca altercados con sus compañeros o se duerme.

En ese momento, la señorita Ángela se dio cuenta del problema, y se sintió culpable y apenada, sentimiento que creció cuando al llegar las fechas navideñas, todos los alumnos le llevaron los regalos envueltos en papeles brillantes y preciosos lazos, menos Juan, quién envolvió torpemente el suyo en papel de periódico. Algunos niños comenzaron a reír cuando ella encontró dentro de esos papeles arrugados, un brazalete de piedras al que le faltaban algunas cuentas, y un frasco de perfume a medio terminar. La señorita intentó minimizar las burlas que estaba sufriendo Juan, alabando la belleza del brazalete, y echándose un poco de perfume en el cuello y las muñecas.

Juan García se quedó ese día después de clase solo para decir: señorita Ángela, hoy oliste como cuando yo era feliz.

Después de que todos los niños se fueran, Ángela estuvo llorando durante una larga hora. Desde ese mismo día, renunció a enseñar solo lectura, escritura y aritmética, y comenzó a introducir la enseñanza de valores, sentimientos y principios a los niños. A medida que pasaba el tiempo, Ángela empezó a tomar un especial cariño a Juan, y cuanto más trabajaba con él desde el afecto y la comprensión, más despertaba a la vida la mente de aquél chavalín desaliñado. Cuanto más lo motivaba, más rápido aprendía, cuanto más lo quería, más comprendía. Y así, de este modo, al final del año, Juan se había convertido en uno de los niños más espabilados de la clase.

Un año después, la señorita Ángela encontró una nota de Juan debajo de la puerta de su clase contándole, que ella era la mejor maestra que había tenido en su vida.

Pasaron 7 años antes de que recibiera otra nota de Juan. Esta vez le contaba que había terminado primaria y que había obtenido una de las calificaciones más altas de su clase, y que todavía ella era la mejor maestra que había tenido.

Pasaron 7 años, y recibió otra carta. Esta vez explicándole que no importando lo difícil que se habían puesto las cosas en ocasiones, y los esfuerzos que habían tenido que realizar para sacar adelante los estudios, había permanecido en la escuela y pronto se matricularía en la Universidad, asegurándole a la señorita Ángela, que ella seguía siendo la mejor maestra que había tenido en su vida.

7 años más tarde recibió una carta más. En esta ocasión le explicaba que después de haber recibido su título universitario, decidió ir un poco más lejos, seguir estudiando y aprendiendo cosas nuevas. En la firma de su carta, llamaba la atención la longitud de su nombre: Dr. Juan García Corrales. En la posdata, aparecían las siguientes palabras: sigues siendo la mejor maestra que he tenido en mi vida.

Al poco tiempo, y sin Ángela esperárselo, le llegó otra carta en la que Juan le contaba que había conocido a una chica y que se iba a casar. Le explicó que su madre había muerto hacía poco tiempo, y le preguntó si accedería a sentarse en el lugar reservado para la madre del novio. Por supuesto, ella aceptó.

Para el día de la boda, Ángela se vistió con sus mejores galas, se puso aquél brazalete de piedras faltantes que un día Juan le regalara, y se aseguró de usar el mismo perfume que le recordaba a Juan los tiempos de la felicidad.

Cuando llegó el día señalado, y se vieron en las escalinatas de la iglesia, el Dr. Juan García, apenas reconocerla, se disculpó de sus acompañantes y se dirigió diligentemente hacia donde ella le miraba con emocionada admiración. Con una sonrisa cómplice se fundieron en un amoroso abrazo, mientras el doctor le susurraba al oído: 

-Gracias señorita Ángela por creer en mí. Muchas gracias por hacerme sentir importante y por enseñarme que yo podía marcar la diferencia. 

La señorita Ángela con lágrimas en los ojos, le contestó: 

-Juan, estás equivocado. Tú fuiste quien me enseñó que yo podría marcar esa diferencia. No sabía cómo enseñar hasta que te conocí.



Ojalá cada niño que tengamos en nuestras manos se convierta en Juan García. Juan García médico, Juan García arquitecto, Juan García albañil, camionero, pintor… pero sobre todas las cosas Juan García feliz.


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Maestra, ¿qué es el amor?







Uno de los niños de una clase de educación infantil preguntó:

 - Maestra… ¿qué es el amor?

La maestra sintió que la criatura merecía una respuesta que estuviese a la altura de la pregunta inteligente que había formulado. Como ya estaban en la hora del recreo, pidió a sus alumnos que dieran una vuelta por el patio de la escuela y trajeran cosas que invitaran a amar o que despertaran en ellos ese sentimiento. Los pequeños salieron apresurados y, cuando volvieron, la maestra les dijo:

Quiero que cada uno muestre lo que ha encontrado.

El primer alumno respondió:

- Yo traje esta flor… ¿no es bonita?

A continuación, otro alumno dijo:

- Yo traje este pichón de pajarito que encontré en un nido… ¿no es gracioso?

Y así los chicos, uno a uno, fueron mostrando a los demás lo que habían recogido en el patio.

Cuando terminaron, la maestra advirtió que una de las niñas no había traído nada y que había permanecido en silencio mientras sus compañeros hablaban. Se sentía avergonzada por no tener nada que enseñar.

La maestra se dirigió a ella:

- Muy bien, ¿y tú?, ¿no has encontrado nada que puedas amar?

La criatura, tímidamente, respondió:

- Lo siento, seño. Vi la flor y sentí su perfume, pensé en arrancarla pero preferí dejarla para que exhalase su aroma durante más tiempo. Vi también mariposas suaves, llenas de color, pero parecían tan felices que no intenté coger ninguna. Vi también al pichoncito en su nido, pero…, al subir al árbol, noté la mirada triste de su madre y preferí dejarlo allí… 

Así que traigo conmigo el perfume de la flor, la libertad de las mariposas y la gratitud que observé en los ojos de la madre del pajarito. ¿Cómo puedo enseñarles lo que he traído?

La maestra le dio las gracias a la alumna y emocionada le dijo que había sido la única en advertir que lo que amamos no es un trofeo y que al amor lo llevamos en el corazón. 

El amor es algo que se siente. Hay que tener sensibilidad para vivirlo.


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