Había una vez un chico con mal carácter. Su padre le dio un saco de clavos y le dijo que clavara uno detrás de una puerta cada vez que perdiera la paciencia o se enfadara con alguien.
El primer día clavó 43 clavos. Durante las semanas siguientes se concentró en controlarse y, día a día, disminuyó la cantidad de clavos nuevos en la puerta. Había descubierto que era más fácil controlarse que clavar clavos.
Llegó un día en el que no clavó ningún clavo. Emocionado, fue a decírselo a su padre.
Su padre le dijo que era el momento de quitar un clavo por cada día que no perdiera la paciencia. Los días pasaron hasta que un día la puerta ya no tenía clavos. El chico, entusiasmado, se lo dijo a su padre.
El padre llevó a su hijo junto a la puerta y le dijo:
-Tu comportamiento ha sido muy bueno, pero observa bien los agujeros que han quedado en la puerta. Ya nunca será como antes. Cuando discutes con alguien y le dices cualquier cosa ofensiva, le dejas una herida como ésta. Puedes clavar una navaja a un hombre y después retirarla, pero siempre quedará la herida. No importan las veces que le pidas perdón, ya que la herida permanecerá. Una herida provocada con la palabra puede hacer tanto daño como una herida física.
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